Ansío las estrellas
más abocada estoy
a la pecera
Una juventud dedicada a rentabilizar la propia
inteligencia, a exprimir como un limón el filón de los estudios y a asegurarse
una posición de elite; y luego toda una vida dedicada a preguntare con
estupefacción por qué tales esperanzas han dado como fruto una existencia tan
vana. La gente cree ansiar y perseguir las estrellas, pero termina como peces
de colores en una pecera.
Aparentemente, de vez en cuando, los adultos se toman el
tiempo de sentarse a contemplar el desastre de sus vidas. Entonces se lamentan
sin comprender y, como moscas que chocan una y otra vez contra el mismo
cristal, se inquietan, sufren, se consumen, se afligen y se interrogan sobre el
engranaje que los ha conducido allí donde no querían ir. Los más inteligentes
llegan incluso a hacer de ello una religión: “¡Ah, la despreciable vanidad de
la existencia burguesa!”. Hay cínicos de esta índole que comparten mesa con
papá: “¿Que ha sido de nuestros suelos de juventud?”, se preguntan con aire
desencantado y satisfecho. Se han desvanecido, y cuan perra es la vida…”
Odio esta falsa lucidez de la edad madura. La verdad es
que son como todos los demás: chiquillos que no entienden qué les ha ocurrido y
que van de duros cuando, en realidad, tienen ganas de llorar.
Nadie parece haber caído en la cuenta de que si la
existencia es absurda, lograr en ella un éxito brillante no tiene más valor que
fracasar por completo. Simplemente es más cómodo. O ni siquiera. Creo que la
lucidez hace amargo el éxito, mientras que la racionalidad alberga siempre una
esperanza.
Uno no imagina la rapidez con la que la gente obstaculiza
los proyectos a los que más apego se tiene en nombre de tonterías del estilo de
“el sentido de la vida” o “el amor a los hombres”. Ah, y también “el carácter
sagrado”.
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