jueves, 4 de enero de 2018

Ideas Profundas

Ansío las estrellas
más abocada estoy
a la pecera

Una juventud dedicada a rentabilizar la propia inteligencia, a exprimir como un limón el filón de los estudios y a asegurarse una posición de elite; y luego toda una vida dedicada a preguntare con estupefacción por qué tales esperanzas han dado como fruto una existencia tan vana. La gente cree ansiar y perseguir las estrellas, pero termina como peces de colores en una pecera.

Aparentemente, de vez en cuando, los adultos se toman el tiempo de sentarse a contemplar el desastre de sus vidas. Entonces se lamentan sin comprender y, como moscas que chocan una y otra vez contra el mismo cristal, se inquietan, sufren, se consumen, se afligen y se interrogan sobre el engranaje que los ha conducido allí donde no querían ir. Los más inteligentes llegan incluso a hacer de ello una religión: “¡Ah, la despreciable vanidad de la existencia burguesa!”. Hay cínicos de esta índole que comparten mesa con papá: “¿Que ha sido de nuestros suelos de juventud?”, se preguntan con aire desencantado y satisfecho. Se han desvanecido, y cuan perra es la vida…”
Odio esta falsa lucidez de la edad madura. La verdad es que son como todos los demás: chiquillos que no entienden qué les ha ocurrido y que van de duros cuando, en realidad, tienen ganas de llorar.

Nadie parece haber caído en la cuenta de que si la existencia es absurda, lograr en ella un éxito brillante no tiene más valor que fracasar por completo. Simplemente es más cómodo. O ni siquiera. Creo que la lucidez hace amargo el éxito, mientras que la racionalidad alberga siempre una esperanza.


Uno no imagina la rapidez con la que la gente obstaculiza los proyectos a los que más apego se tiene en nombre de tonterías del estilo de “el sentido de la vida” o “el amor a los hombres”. Ah, y también “el carácter sagrado”.

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